Soy continente, floto en la corriente...

Gabo Ferro

¿Qué le puede hacer otra lancha al Tigre?, se dijo Alcides mientras esperaba el milagro de que viniera Interisleña. Eran las 19:35 y se supone que la última lancha del día en dirección al puerto fluvial pasaba por el muelle del Curubica, teniendo en cuenta las arbitrarias soluciones de la empresa, entre las 19 y las 19:30. Si ya había pasado, lo que era sumamente probable, era un garrón porque no podía quedarse y no tenía para el taxi lancha. Por suerte la primavera estaba ahí, clarificaba todo. La brisa suave del Sarmiento con su primer hálito de oscuridad invitaba al rélax.

Pero el loco no estaba para santiguarse ante ese altar. Tenía el bagayo de su separación y la incordia de los insultos de su mujer sobre la nuca. Las pavas de monte discutían en los árboles aledaños al colegio alemán, justo en el recoveco del camino que lleva al almacén y al Museo. Las podía ver comiendo moras. Se puteaban y reconciliaban sin cesar. ¡Qué bichas más culeadas!, pensaba. ¡Tóxicas de mierda!... Y sin embargo, qué lindas.

De repente le vinieron unas ganas locas de tomarse una lata. La lancha no venía... pero, ¿y si se iba al almacén y pasaba? ¡Concha 'e la Lore! Cuando las charatas se callaron pudo escuchar el eco de la cachaca proveniente de la zona del Naranjo. Los pikillos estarían jugando pikivolley... Meta Lalo al palo, se los imaginaba empapando de birra su descanso. Qué ganas tenía de ir a ver qué pasaba por ahí... Contó sus pesos; llegaba para una, no llegaba... sí llegab... Pero no, no podía darse el lujo de perder la lancha. Pensaba en ella, en sus insultos: sí que sabía pegar, le había troceado a lo Tacumbú Revoque. Alcides había tocado dejando casi todas sus cosas, sus libros, sus ropas.

Recordó sus gestos de odio como si fueran fotogramas de películas mudas. Apenas había rescatado una mochila. La culpa era totalmente suya: por machirulo, croto y agreta. Fiolo, le había dicho y era el mango de ese facazo cruzando en diagonal por la boca del cuajo lo que sentía todavía maniobrando el filo.

Pensar es querer enfermar, le había dicho su tío una vez. Arrancó hacia el muelle para ver el agua y rescatarse. Agua que corre siempre es salud. Desde la curvita del arroyo vio el lugar sin gente aunque detectó unos bultos con forma de animal. En el muelle no sabía haber gatos merodeando la basura: la vida social, el cirujeo, era cosa de perros. Había rencillas vecinales por los perros que cazaban en los fondos de los terrenos. La bronca era porque lo que más cazaban esos canes eran gatitos domésticos. Un riojano ex gendarme, hombre oscuro y repugnante, a la vez que excesivamente amable con él, había matado a una perrita disparándole un corchazo con bala explosiva. Alcides lo detestaba pero el tipo lo trataba bien: le daba changas para que pudiera tener unos pesos. Y él le había pintado el porche de la casa, arreglado el tanque de agua, le había puesto unas chapas de fibrocemento en el quincho del fondo. Como si lo hubiera invocado, el riojano se apareció por el muelle con una caña de pescar. El chabón siempre sacaba una buena cantidad de moncholos y amarillitos, era el único suertudo que conocía entre los que hacían el intento.

Hola, vecino, le dijo.

Alcides no tenía ganas de caretearla.

Hola, respondió, secote. Acá andamos, la lancha me dejó de garpe, parece. Ya a esta hora no sé qué espero. El otro día, como quedaban muchos turistas varados siguieron mandando refuerzos hasta las ocho. Pero hoy no creo que manden una fuera de horario.

De repente apareció una lancha de las típicas de Interisleña pero ni llegó a ilusionarse que se dio cuenta de que era la de paseos. Enseguida se escuchó al guía turístico decir por alta voz: “en la propiedad que tenemos a la izquierda de ustedes están las locaciones donde el famoso cantante Sandro filmó en 1969, la película Muchacho”. Alcides miró al riojano como si fuera culpable de algo y se decidió ir por la lata. El celular le decía que eran casi las ocho menos diez. El beat de los grillos y las aves nocturnas ya le daban noticia de su fracaso.

Tampoco si viajaba hasta el continente sabía qué iba a hacer para volver a su ciudad. Tenía saldo en la SUBE para llegar hasta El Talar; pensaba mandar un whatsapp y manguearle a su bro para el pasaje.

No te creas. Ayer pasó una de refuerzo y eran casi las ocho.

Nos vemos, Eduardo, se despidió, mientras pensaba: ¡qué pescadazo!

Se deslizó por el muelle rápido como una culebra y saliendo de la acera del Curubica dobló a la derecha por el caminito de sirga que dirigía al Museo. Al llegar a la puerta del almacencito no avanzó, siguió la música de los grillos, el peregrino son del humedal. La vueltita lo llevó hasta un puentecito de madera enclenque. Era el Naranjo. El puente se tambaleaba como un paragua en pedo. Siguió la huella, el camino blando de lodo, pensando en los suyos.

Suyos, digo, y sé que nada hay más propio que un rencor. Puteó al padre muerto; le endilgó todos sus pesares, sus lastres y escoriaciones. Concha 'e tu madre, cara de verga. ¡Todavía te estribas en mis frustraciones!

El trillo lo puso ante el puente de metal del Arroyo Reyes. Cruzó y se encontró, tras un par de metros, con la verja del museo cerrada. Eran las ocho. ¿Cómo era que estaba el portón cerrado? ¿Quién se había ortivado tanto? Pero, antes de eso: ¿Qué quería hacer él ahí? ¿Dormir?, ¿pegar un churro? Decían que de noche en la plaza del Museo se vende porro: mitos isleños. Ya fue, se dijo. Retrocedió y por la acera del Reyes fue a un almacén cercano y compró la lata del Dios de los Ejércitos: le alcanzó. Fría como el culo de un pomberito. La mañana siguiente le pediría un préstamo a Vicentín, su único amigo del barrio.

Iba a saltar el portón pero se acordó que Sise le había dicho de una parte donde el tejido perimetral estaba caído. Caminó unos cien metros, se coló al predio y fue a sentarse sobre el tablado de la plaza. En un rato nomás le apareció un urso vestido con ropa prestada. Era de la seguridad privada, detrás estaba otro. Los dos tenían linternas.

¿Qué está haciendo, señor?

Como ve, estoy sentado. Tomando fresco, dijo.

No se puede beber acá, dijo el guardia que estaba atrás.

Es una lata y ya está por la mitad, respondió Alcides. Hace calor.

Pero además el predio está cerrado.

Yo entré caminando, dijo él, sin poder atajarse aunque sabiendo que chicanearlos no lo favorecería.

Mire, señor...

Escúchenme, yo soy vecino. Y amigo de Sise, el director del Museo. Vengo siempre a pensar, a dibujar. Le prometo estar un poco más y después irme. No les causaré problema alguno.

Está bien, señor. Es conveniente que no se quede mucho.

Muy bien, oficial, le dijo, haciéndose el pillo. Alcides sacó de adentro de la mochila un libro, el único que cargaba en ella desde antes que su mujer le sacara la roja.

Vine a leer, voy a estar un rato y luego me voy.

Miró el libro de Osvaldo Baigorria como si lo estuviera viendo por primera vez. No recordaba su tapa. Efectivamente no le había dado mucha pelota, seguramente lo habría leído en los tiempos muertos del transporte público, de parado, sin ganas. Estrés de pez se llamaba, lo había editado Borde Perdido Editora, una editorial cordobesa, y se merecía que lo arrancase de nuevo, desde el principio. Abrió el libro en la Introducción y ya se le hizo familiar. Era literatura islera: versaba sobre el delta. Leyó con dificultad por el tamaño de la letra y la poca luz. Parecía muy divertido, no entendía cómo lo había olvidado. De repente ya quiso hacer la primera anotación...

¿Habrá postics en mi mochila?, pensó.

 

Tenía en aquellos tiempos un deseo intenso de vivir otras vidas y de descubrir cómo eran esas vidas-otras que ya estaban ahí, de aprender de ellas las destrezas, los trucos, los recursos necesarios para la existencia isleña...

 

No, no tenía postics pero sí un cabo de lápiz, artículo de primera necesidad en la isla, como las velas por los cortes de luz... Por un antojo asociativo rememoró al viejo Damián que siempre le preguntaba, a la hora de saludar, lo que él creía: ¿cómo andás de luz? Y que en verdad era: ¡¿cómo andá' del U?!

 

Había escuchado el llamado de la isla, el llamado a aislarse. No es como el llamado del camino, aunque tiene algo en común, la misma vocación de apartarse de la sociedad establecida. El llamado de esa voz que incita a fugarse, a ponerse en movimiento, los pies en polvorosa. Pero en el Delta los pies van en barrosa, se empantanan, chapotean y se hunden: necesitan auxilio, soportes de madera y goma para mantenerse a flote y desplazarse más allá de los confines de la isla. Una isla que en el fondo es un pantano.

 

Las asociaciones libres eran –un oxímoron– manija: su fracaso en la vida. ¿Desde cuándo las personas que le importaban se habían hecho una idea de él como renegado, moralista, despojado y francotirador? Quería tener un laburo digno aunque eso costara poner los dedos en V o posar como un siome o una libélula de Puán.

 

En medio de todo, yo también cambié aunque no tan rápido. El apego a la ilusión inicial, el mal del sauce, la demora en tomar decisiones me hicieron olvidar esa máxima del nómade de corazón que indica que no se puede llegar a amar tanto un lugar como para creer que uno se va a quedar en él para siempre.

 

El libro de Osvaldo Baigorria era sin duda atrapador, piñero. Metía unas manos poderosas con historias simples y repetidas. Muelle contiguo a esa introducción se encaramaban otros que pintaban situaciones, eventos, tipos del lugar. Lo más raro de todo era que él recordaba la recomendación de Sise y el epíteto jocoso de su acotada crítica: “es un hater de la isla”. Había contado chismes vecinales sobre peleas de almohadas con el hater. Pero Alcides leía y no encontraba ni love ni hate. Prendió su celular, lo había apagado para no leer las barbaridades que le escribía su polola. Buscó el cel de Sise y le preguntó el nombre del libro de Baigorria para tenerlo presente por si lo encontraba en alguna mesa de saldo.

El ladrido del Tigre, le respondió su amigo al toque. Blatt & Ríos.

Gracias, le puso.

No era el mismo.

¡¿Qué onda?! ¿Cómo había llegado este libro a sus manos?

Es muy gracioso, escribió otra vez Sise. Es un descanso a toda la fauna de Tres Bocas. Eso me la levanta.

Él había hallado el cóncavo convexo de una operación literaria en ese tándem: Estrés de pez / El ladrido del Tigre y ahora entendía por qué se había olvidado de Estrés... No era la novela que había leído. Sise seguía con los comentarios al margen. Pero Alcides podía identificarse con Baigorria, acaso otro lumpen parecido a él. Todo lo llevaba nuevamente a pensar en la guita y sus problemas afectivos: el fracaso de no tener un trabajo digno, no haber terminado una carrera, no haber entrado al sistema, haberle hecho demasiadas pajas al muerto. Le empezó a dar vueltas a eso de su inmadurez y de repente se enojó consigo mismo por esa práctica de amonestarse con palabras de otros. La cabeza no lo dejaba descansar.

Arrancó con su padre, siguió con sus hermanos que lo habían desheredado, con su mamá enferma y culpógena.

 

Yo creo que este es el lugar menos hospitalario que hay para vivir...

Como en un chiste vio pasar a la Ángela Madre sin gente, fuera de servicio. Se imaginó al Sandro de Muchacho cagándosele de risa. Pensó en su pito disminuido, en su tristeza. Se acercó a la cápsula de vidrio del bulín de Domingo Faustino como si agarrara el camino para el retorno. Pero había algo en él que siempre estaba mal, afirmativamente mal y a lo que no cejaba de apostar.

Sacó de su mochila la masa y la reboleó fuertemente contra el vidrio. Fue un altísimo estruendo el que disparó el mazazo en la nochecita. El último cañonazo de Curupayty. Alcides ahora sabía que la lancha que iba a venir sería la de la Policía de Tigre.